Ciudad de México, 1 nov.- Flores, velas, pan y música envuelven una de las tradiciones más emblemáticas de México, el Día de Muertos, una celebración donde la frontera entre la vida y la muerte se disuelve en un homenaje lleno de color, arte y memoria. Declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO hace dos décadas, esta festividad atrae cada año a miles de personas, tanto locales como turistas, desde el majestuoso zócalo capitalino hasta los más remotos panteones y pueblos del país.

“Es una cara pública y otra íntima”, afirma Filiberto Valdés, vecino de Zapotitlán, un pequeño pueblo del sur de Ciudad de México con unos 9,000 habitantes, orgulloso de sus raíces prehispánicas pero abierto a la modernidad. Allí, desde hace una década, las calles se transforman en un “desborde de creatividad”, con tapetes de aserrín, altares adornados con flores de cempasúchil recién cortadas y figuras de “muertitos” de cartón elaboradas por artesanos locales.

Según Valdés, la iniciativa busca fortalecer la identidad cultural del pueblo y atraer visitantes sin perder la autenticidad de la celebración. “Queremos compartir nuestra tradición, pero sin que el turismo la desvirtúe”, explica.

La flor de cempasúchil, símbolo de la eternidad

La flor de cempasúchil, de un intenso color naranja, es la protagonista indiscutible del Día de Muertos. Se cree que su aroma guía a las almas en su regreso temporal al mundo de los vivos. En los campos que rodean Zapotitlán, familias enteras cultivan esta flor desde semanas antes de la celebración, contribuyendo a mantener viva una práctica ancestral que combina espiritualidad, arte y comunidad.

Una tradición con raíces prehispánicas

Aunque popularmente se asocia el Día de Muertos con calaveras y catrinas, inspiradas en los grabados de José Guadalupe Posada y difundidas por Diego Rivera, su esencia es mucho más profunda. La festividad se basa en la creencia indígena de que los espíritus regresan del inframundo para convivir con sus seres queridos.

Las familias limpian y decoran las tumbas, encienden velas, colocan ofrendas con las comidas y bebidas favoritas de los difuntos y levantan altares en sus hogares. “Poner la ofrenda fortalece los lazos familiares”, dice Valdés. “Todos colaboran: hermanos, primos, sobrinos. Es un acto de unión y de memoria colectiva”.

La vida entre los muertos

En distintas regiones del país, las celebraciones adquieren matices únicos. En Mérida, hombres y mujeres vestidos de blanco desfilan como ánimas en procesión. En los pueblos de Michoacán, los panteones se iluminan con miles de velas que transforman la noche en un espectáculo místico.

En Zapotitlán, el pan de muerto se convierte en el centro de la convivencia. Cada familia prepara su propia receta en hornos de leña comunales. “Cada casa tiene su toque, su historia y su sabor”, dice Valdés. “Es un momento para reunirse con vecinos que no ves en todo el año”.

El ciclo de la festividad comienza el 31 de octubre, dedicado a quienes murieron en accidentes; el 1 de noviembre honra a los niños fallecidos, y el 2 de noviembre celebra la memoria de los adultos difuntos.

“Hoy es la velación de los angelitos”, explica María Susana Leandro Pérez, una artesana de Tzintzuntzan (Michoacán), mientras enciende velas en un cementerio iluminado por cientos de cempasúchiles. “Les traemos su comida favorita, lo que a ellos les gustaba, y pasamos la noche con ellos”, añade Rosa Icela Estrada, ama de casa del mismo pueblo.

Música, catrinas y modernidad

A lo largo del país, los sonidos del mariachi y los sones jarochos acompañan las velaciones. En algunas comunidades, aún sobreviven los “ofrenderos”, quienes van de casa en casa cantando a los difuntos a cambio de comida. Pero nuevas costumbres también emergen: el Desfile de Día de Muertos en Ciudad de México, inspirado en la película de James Bond Spectre (2015), y los concursos de catrinas en distintas ciudades del país, se han convertido en parte del rostro moderno de la festividad.

Para muchos, lo esencial no cambia: celebrar la vida a través de la muerte, recordar con alegría a los que partieron y reafirmar el valor de la comunidad.

Como dice Valdés, “no se trata de llorar a los muertos, sino de convivir con ellos, aunque sea por un día”.

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